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QuiQui. Género

Las mujeres perdidas

   Tuve el honor de apreciar la película de Netflix “Lost Girls”, dirigida por Liz Garbus, basada en un libro que, a su vez, está basado en la historia real de Shannan Gilbert, hija de Mari, quien desaparece mientras ejerce la prostitución, en un pueblo de Long Island.
     La película me ha marcado. Implica todo aquello que no debería pasar pero ocurre: no es sino ante la insistencia de Meri, la mamá de Shannan, que se pone en curso la investigación. Las primeras preguntas rondan en lo absurdo: ¿por qué una madre permite que su hija ande sola de noche, y qué hacía su hija tan tarde? La película busca demostrar una cruda realidad: no hay otro trasfondo para quien ejerce la prostitución más que suponer que “se lo buscaron”. Por suerte, la película no pretende profundizar en la temática de la prostitución; sino en la inactividad policial (normalmente a cargo de hombres), la culpabilidad que recae en la madre (por “dejarla salir sola”) y sobre la misma víctima, culpabilizada constantemente por su historial.
     El nombre es una suerte de ironía. Son mujeres que parecen perdidas, pero que realmente no lo están. Mari Gilbert continuó luchando hasta el 2016 para encontrar al asesino de su hija, de forma infructuosa. Su lucha valió la identificación de más de diez cadáveres. Y, aunque nunca hubo de encontrarse al asesino, se lo identificó como el
“asesino de Long Island”. Todo gracias a la incansable lucha de Mari; culpa de un estado ausente, de policías inoperantes y de medios sensacionalistas.
Y esto me lleva a pensar, ¿cuántas chicas como Shannan hay en nuestro haber al día de la fecha? ¿A cuántas escogimos dejar atrás por su “prontuario”? ¿Cuántas Shannan desconocemos y cuántas nos faltan por conocer para poder eximirnos de la culpa que pretenden hacernos sentir por nuestra condición de mujer o de disidencia?

Somos el deseo hecho carne

     Una amiga me pidió, hace un tiempito, que escribiera sobre el deseo. Intenté hacerlo varias veces, pero me supone algo tan ambiguo que realmente no sabía que estructura darle.

     Entonces, surgió en mí esta pregunta: ¿el deseo debe conllevar una estructura? El patriarcado y su hegemonía nos impusieron una vara que nos obligó a pararnos con rectitud durante casi toda una vida. ¿Qué significa, en ese caso, el deseo?

     Pienso, habiendo leído distintos artículos, que el deseo, si es que puede, debería medirse en libertad. No lo que el otro quiere, sino lo que “yo” deseo. El deseo lleva también y “tan-bien” al goce. Para mí, hecho intrínseco e ineludible cuando respondemos a una conducta deseada. Ahora, esa conducta ¿radica realmente en nosotrxs o radica en lo que nos han impuesto a lo largo de nuestras vidas?

     Mi conclusión es esta: no lo sé. No quiero ni puedo medirlo todo sobre unas bases que para mí ya están obsoletas, aunque aún latentes. El deseo ha transmutado: abarca todas las transversalidades posibles. Y aquí la cuestión no es plantearse por qué, sino para quién.

     ¿El deseo radica en mí o en lo que creen que es para mí y de lo que me convenzo? El deseo es libertad. No necesariamente tiene que ver con la deconstrucción. Podemos transitarlos de forma equitativa o no. Allí radica todo esto: depende de cada quién.

     Nos hicieron creer, antiguamente, que el deseo es universal, pero no lo es. Cada individualidad y colectivo lo transita a su forma, a su placer. Y es que si hay deseo, y goce, inevitablemente habrá placer. Vivir nuestra sexualidad sin tapujos, asumir nuestros gustos, gozar libremente de nuestros cuerpos y de nuestras ideas, ir más allá. Para mí, esa es la belleza del deseo.

     No hay tapujos. Todo, siempre que sea placentero para todos los involucrados, está permitido. Y creo que el feminismo vino a enseñarnos eso: ya no hay una única y correcta forma de desear. Desearemos cómo queramos, cuándo queramos y de las formas qué queramos.

La libertad también es deseo.

El silencio como escudo

     Como víctima de abuso sexual, una pregunta que escuché mucho fue: ¿por qué tardaste en hablar? Es una pregunta recurrente. Se la hacen a cada una de las víctimas de acoso, violencia, violación. Desde tiempos ancestrales, se culpó a Eva por la caída en Pecado y se excusó a Adán como un mero seguidor.
     En la actualidad ocurre lo mismo: no se juzga al victimario, sino a quien sufre las vejaciones sobre su cuerpo. El silencio es tomado por nosotras como una pantalla ante la falta de respuesta de las instituciones y organismos estatales que se suponen deben cuidarnos. Antes de poder hablarlo, es preciso poder asumirlo, y esto conlleva distintos tiempos en cada persona. Ahora reverberan gritos. Porque estamos logrando conquistar el silencio. Los tiempos en las víctimas no deben juzgarse nunca, acaso sí apoyarse. Y sostenerse. Siempre.

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Crónicas

Por Meli Cueto Zoya

¿Es el feminismo para todo el mundo?

     Planteo la pregunta porque necesito despejar esta incógnita. Participar del movimiento feminista implica asumir sus contradicciones y trabajarlas; implica asumirse. Yo me asumo: humana, errante, equivocada, en aprendizaje. 
Este 25 de noviembre se cumplió un nuevo aniversario del
asesinato de Patria, Minerva y María Teresa.
    Ellas fueron, son, las hermanas Mariposas o Las Mirabal;
perseguidas y asesinadas por su condición de mujeres
combativas por el gobierno de República Dominicana dictado por Rafael Trujillo. Con gobierno, me refiero a dictadura.
Ellas lucharon de forma incansable y fueron asesinadas por ello. El hecho ocurrió el 25 de noviembre de 1960.
   A partir de esto, se conmemoró este día como el día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Precepto que este año alcanzó a todas las disidencias. Pero, tristemente, este 25 de noviembre de 2020 falleció Diego Armando Maradona; futbolista nacido en Villa Fiorito, hincha de Argentino Juniors y de Boca, también ex director técnico de la selección argentina.
     Fue campeón del mundo en 1986, de la mano de Bilardo, “El Narigón”. La muerte de Maradona produjo dos cosas:
el eclipse total de la visibilización del 25 de noviembre por
un país detenido y la fragmentación del feminismo y el surgimiento de un feminismo “maradoneano”.

     Es una realidad que Maradona fue campeón del mundo y un gran futbolista, pero también es una realidad que estamos excusándolo por sus luchas populares y por su nacimiento de hechos que fueron terriblemente deleznables.
Desde las anécdotas crudas con quien fue su ex compañera de vida, Claudia Villafañe, hasta la denuncia por violencia de género y utilización de menores en fiestas. Pasando también por él no reconocimiento de la gran mayoría de sus hijos. Fue, podemos decir, un padre abandónico. En mi no hay contradicción. Puedo entender el dolor popular, puedo empatizar con él pero no puedo excusar una realidad transparente.
     Lo que hiciera Maradona en su vida privada pertenece a ese ámbito, pero hubo mucho de su vida que hizo pública: sus peleas, sus contestaciones, su agresión, el uso y abuso de menores. No me refiero a otras cosas; lo demás es su historia. Pero no puedo excusarlo, no me voy a permitir hacerlo, porque tuvo las herramientas para deconstruirse y no lo hizo.
    Y manteniéndolo como el pibe pobre de Villa Fiorito no sólo estamos favoreciendo la meritocracia, sino que estamos dando a entender que, dependiendo de quién seas, el feminismo puede tolerar ciertas cosas.
     ¿Es el feminismo que queremos? Vivamos con las contradicciones, pero para asumirlas o trabajarlas. Decirle desclasada, yuta o antipatria a una compañera, te transforma en opresora/or/ore y esa es la vereda que pretendemos cruzar.
    El pibe que vivió el Villa Fiorito creció y acabó viviendo en Dubai. Porque tuvo oportunidades. No caigamos en lo meritocrático. Acá no hay resarcimiento. Él pudo pedir perdón y no lo hizo, entonces ¿por qué yo debería sentir un dolor que no siento?
    Déjenme empatizar con las compañeras que no fueron
visibilizadas ese 25 de noviembre. 
Yo lucho por y para ellas.

Mi cuerpo. Mi dolor

   Hace unos días una amiga subió varias historias elaborando una consulta interesante hacia hombres y mujeres sobre la cuestión de la depilación.
   Quizás parezca ínfimo en relación a otros temas, pero la realidad es que en este tema se han versado muchos análisis. Primero, porque la concepción de que la mujer debía rasurarse comenzó en el antiguo egipcio tomando a la faraona como símbolo de pureza, luego atravesando siglos hasta llegar a 1915, donde se le hizo exigible a la mujer que si debía mostrar piernas o axilas, entonces estas debían encontrarse lampiñas.
   Para el hombre nunca fue un requisito excluyente. Los vellos representaban hasta un símbolo de hombría y masculinidad.
Las concepciones fueron cambiando, empezaron a transmutarse y la mujer comenzó por optar sobre depilarse o no. Llegamos a relacionar la depilación del pubis con algo
virginal, comprendiendo que lo natural es tener vellos, y los hombres comenzaron a realizar lo contrario: a depilarse cuasi en secreto porque no serían considerados “masculinos”.
   Así en muchas actividades deportivas la depilación masculina se tornó como algo normal. Los fisicoculturistas, por ejemplo, suelen depilarse. Así mismo muchos futbolistas. 
    Esto llevó a que muchas mujeres se plantearan la siguiente pregunta: ¿para quién me estoy depilando? Y acá la respuesta tiene que ser una sola: la depilación debe ser por y para una. No necesariamente por una cuestión de belleza, sino porque realmente sentimos placer al depilarnos o al vernos depilada. Ya se agotó la cuestión de hacerlo por otro. Es el ocaso de la otredad, en este caso.
     Ya no representa, ni tiene por qué hacerlo, un problema si el hombre decide depilarse o no. Entonces, ¿por qué todavía cuesta tanto asumir que una mujer decida salir con pollera y sin haberse depilado?

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